martes, 15 de mayo de 2012

Dos leyendas de Fuentespreadas


Me pide Jairo, vecino de Fuentespreadas y alma de la Asociación Cultural 'Sibaria', que le escriba sobre leyendas o historias del pueblo. Si me acuerdo de algunas. Me dice que, el interés por ellas, le ha venido a raíz de conocer, por parte de gentes del pueblo, una historia o leyenda sobre un libro que, según contaban, poseía la Iglesia de la Inquisición, en el cual se debían de narrar atrocidades, brutalidades, cometidas por esta institución eclesiástica. Historia o leyenda que, se ha dado cuenta, no tiene base real alguna; por eso son leyendas o historias; narradas, quizás, al amor de la lumbre; por lo que piensa que en realidad son 'batallitas' de abuelo; viniendo a concluir que tal libro no existe: 'el dichoso libro no aparece'.

Puestos a buscar mas historias o leyendas ha recogido otras: a): 'La bodega de la iglesia a la que nunca nadie a entrado y puede que dentro haya algún aparato de tortura, libros, calaveras... b): Casas en las que aparecieron monedas de oro y plata. c): Túneles que atraviesan el pueblo de una punta a otra uniendo bodegas. d): Libros con mucha antigüedad'. Cito textualmente.

Esa petición de Jairo nace, me supongo, del hecho, cierto, de haber escrito yo un articulito sobre el libro de José Mª González Aguado, 'Breve historia de la villa de Fuentespreadas'; o tal vez por el hecho, también cierto, de que en ese escrito mío contaba algunos recuerdos de cosas y personas. Sea por lo que sea le he dicho que si, que indagaría en mi memoria. Y así lo he hecho.

Recuerdo vagamente algunas de las historias que menciona y que he puesto mas arriba. Me suenan. Y si no tienen base real, como al parecer no la tienen, si que responden a  respuesta colectiva, incrustada  en la memoria, de años de opresión, de brutalidades, de atropellos de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana hacia el pueblo. Incluso, creo recordar, que se hablaba de que la Inquisición había sembrado los campos de sal a algunos por no rendir los tributos que esa iglesia le exigía. ¿Existió realmente esa salada sembradura? Posiblemente no. Pero refleja, eso si, el temor a que los campos fueran convertidos en yermos vacíos si no embolsaban los tributos que se les requerían. Seguro que contemplaron, u oyeron, nuestros antepasados, castigos infringidos a otros pueblos, cercanos o lejanos, por negarse a pagar los diezmos y primicias.

Eso puedo aportar de este tipo de leyendas o historias. 

Pero si se trata de otro tipo de leyendas, ajenas a institución eclesiástica, por antonomasia católica, apostólica y romana, urgando en remembranzas me vienen dos: La morita de Santa Colomba y la del Tío Mataburras. Son, ambas, respectivamente, pienso yo, como el día y la noche, la alegría y la tristeza, la luz y la oscuridad... En fin: la albada del amanecer y el violín del ocaso.

Aquí las voy a trasladar. Aunque, antes, tengo que decir que, si bien, ambas historias o leyendas las oí por allí, por Fuentes, las palabras con las que las traslado, las urdo, bien o mal hiladas, son mías, claro está. Y las inexactitudes, exageraciones, invenciones, también. Es decir: la materia prima, de Fuentespreadas; el producto elaborado, mío.


***

1ª: La morita de Santa Colomba

"Cuentan que, un día, Alvar Núñez, joven de rostro angelical, hijo de Pero Núñez (que no cuenta para la leyenda pero que se pone aquí porque todo hijo tiene un padre), señor de ganados y buenas fanegas de sembradura, montó en su caballo alazán rumbo a los prados de Santa Colomba conduciendo una manada de vacas lecheras y de carne. Era el día de San Juan o solsticio de verano. 

A pesar de ser un día para la alegría, para las festividades, para las hogueras y los ramos en el enrejado de las ventanas de la mujer amada; a pesar de todo ello su semblante está ensombrecido por la pena. Acaba de enterarse que la moza de un pueblo vecino, con la que había entablado conversaciones amorosas durante un par de meses, en realidad tenía novio formal, un chico de su mismo pueblo que estaba, a la sazón, trabajando en una ciudad. Lo mas humillante fue el engaño de ella y el haber pagado ya el vino. Para los que no sepan de costumbres habría que decir que 'el vino' es una especie de tributo a pagar cuando entablas relaciones de noviazgo con una moza en pueblo que no es tuyo, en pueblo forastero; cántaros de vino para el mocerío del pueblo de la novia; vino para no verse amenazado, para que una piedra no te rompa la crisma; o para no verte torturado, como aquel que, al negarse a pagar 'el vino', colocaron atado, en pleno invierno, boca abajo, a una escalera como un cerdo, casi rozando el pelo de la cabeza el agua del pilón de la fuente. 

Alvar Nuñez pagó. Vaya si pagó. Estaba enamorado. Y ahora piensa que debe ser el hazmerreír del pueblo vecino.

Alvar Nuñez, llegado al praderío, baja del caballo, le quita la cabezada y deja libre a la caballería para que paste entre los demás animales. Se sienta a la sombra de un chopo. Hace calor. Mientras mira el ganado no deja de pensar en su fracaso amoroso y en el hazmereir del que habría sido objeto. Odia con todo su ser a la que fue su amor. No quiere saber ya mas de mujeres. Cuando se enteren en Fuentespreadas, ¿qué dirán de él, hijo de Pero Núñez? Que no es digno de su padre, que se ha dejado engañar por una vil mujerzuela. 

-¡Decidido!: esta noche no pienso salir a hacer la hoguera, ni acampañaré a mis amigos de ronda. Es mas, me quedaré a dormir en los prados. ¡Malditas mujeres!

Hasta sus oídos llega el fluir del agua del arroyo que atraviesa los prados. Escucha arrebatado su murmullo. La música del agua es un bálsamo a su espíritu dolorido. Contempla las mariposas, los moscardones rondando las flores, el ajetreo de las hormigas, el libar de las abejas y el trino de los pájaros que se meten entre los cardos que crecen en medio del prado, allí sin duda tendrán el nido con sus hijitos y le llevarán comida. Se imagina a los pajaritos en carniculas estirando sus picos para recibir el alimento... Todo ello le aquieta, lo sosiega, lo adormece. Cierra los ojos... 

No está seguro pero cree que se ha dormido un rato. Lo cierto es que siente una sed inaudita que le impulsa hacia la fuente de Santa Colomba. A beber. Manantial que brota entre la hierba. Clara, fresca, irresistible a su boca. Aparta la vegetación y acerca sus labios al agua que fluye, ansioso. Cerca ya del agua surge, como un cuenco original lleno de líquido, una vagina que cuando comienza a beber ya es otro cuenco en forma de dos manos callosas, agrietadas, de una anciana. Alvar Núñez agradece la oferta de la mujer sin que, en ningún momento, haya mostrado gesto alguno de repulsa. Bebe con naturalidad, con avidez. Ya saciado la mujer le acaricia con sus manos. No siente en el rostro la aspereza de la vejez sino la suavidad de la entrega generosa y caritativa. Mira a la señora, le da las gracias asombrándose de que, en realidad, su rostro, sus manos y su cuerpo se han trocado en una joven; joven de tez muy clara, rostro ovalado, ojos negros y pelo negro azabache. Está desnuda y lo coge a él de la mano preguntándole que a donde quiere que vayan. Le muestra el chopo cuyas hojas, a la luz de la luna, brillan como monedas de plata. Allí se sientan entre el cesped. A la pregunta de Alvar Núñez le contesta que se llama Fátima. Es una de las morillas a las que se refiere el romance tan popular entre los pueblos de España.

-Hace años que vine aquí desde Jaen -le cuenta la mujer- buscando el amor que dejé cuando nos expulsaron a los moriscos. Era Hamid Abenamar, moro de morería, el mozo a quien yo mas amaba. Pero se había hecho cristiano, se había casado con una de la secta de Cristo y bautizado como Diego Carrión.

Alvar Nuñez la mira sin entender por completo lo que le está diciendo. Le parece disparatado todo, pero está a gusto escuchándola. La tristeza que reflejaban sus palabras las hacía Alvar suyas ya que está padeciendo similar desenamoramiento, engaño y traición. Por otra parte, la cercanía a esta dama, tan hermosa y desnuda, en plena noche, con sus curvas de una perfección formal le atraen solo en su pura belleza, es goce estético y le asombra que no le surjan latidos carnales, sexuales, interfiriéndole su admiración con azoramientos o vergüenzas.

-Salí corriendo de Fuentes, hui  al campo -prosigue Fátima- a esta parte del término, oculté el rostro entre mis manos y comencé a llorar. Tantas lágrimas nacieron de mis ojos cayendo en tierra que, en su lugar, brotó esta fuente cubriendo una pequeña hondonada que formó una poza. Era tal día que hoy, solticio de verano. Hacia calor y me bañé en ella confundiéndome para siempre con el líquido, las hierbas, los pájaros, las flores, los insectos... Ningún mortal puede verme...

-¿Y por qué te veo yo?

-Pues verás: al sentarte bajo el chopo te vi tan triste, tan desamparado, sentí tu pena tan honda en mi, que tu dolor me traspasó como un dardo hasta el extremo de moverme, estremecida, en un baile, casi enamorado, de murmullos de agua, vuelo de pájaros y mariposas, ajetreo de hormigas y libación de abejas para curar tu abatimiento...

-Es cierto que sentí al poco de sentarme una lasitud, un amodorramiento, un bienestar cercano al placer. Luego, extrañamente, me despierto con una sed incontenible. Y al acercarme al manantial de la fuente creí ver como un cuenco en forma de vagina que me ofrecía agua y que casi de inmediato la vasija de ofrecimiento era unas manos juntas, agrietadas y callosas...

-De tanto contemplarte, ahí, dormido a la vera del chopo, me enamoré de ti con tanta pasión como no había sentido ni cuando puse mis ojos en Hamid Abenamar. Pero, desconfiada por mi anterior enamoramiento, quise comprobar si merecías mi entrega. Si tu guapura física se igualaba a tu belleza de espíritu; es decir: si eras desprendido, tolerante, si no tenías prejuicios que ataran tu voluntad, ni poseía doblez en la máscara divina de tu rostro; si no te repugnaba el contraste entre mi sexo juvenil y mis manos, callosas y agrietadas, de anciana...

Se fundieron en un abrazo y sus labios sellaron el amor para siempre. Era de noche. La luna brillaba en un cielo sin nubes. La Vía Lactea trazaba su camino lechoso en el firmamento estrellado. Se pusieron a bailar por el prado. El caballo alazán los miraba. Relinchó invitándoles a una cabalgada. Lo que hicieron perdiéndose en el horizonte. Fátima dirigía el córcel hacia el pueblo que había humillado a su amado. Había fiestas. Quería que las mujeres y los hombres sintieran envidia de Alvar Núñez. Penetraron en el baile como una exalación. Bailaron, mirándose mutuamente, sin que les importara la gente que los contemplaba. La chica que traicionó al joven de Fuentespreadas se mordía las uñas. Ellos danzaban y reían. Luego como entraron se fueron, con la misma exalación, dejando a los espectadores boquiabiertos. 

De vuelta a los prados de Santa Colomba fueron al trote, lentamente, recreándose ella en la venganza y él maravillándose de la hembra que llevaba delante, perfecta en sus formas. Sintió algo que le obligó a acariciarle los brazos y luego a abrazarla estrechándola con fuerza. Mas cuando se apearon en el prado sintió, otra vez, la misma sed que antes y se acercó al manantial. Ella le ofreció el agua en su vagina que, cuando acercó los labios con ansia, con avidez, no era mas que unas manos callosas y agrietadas.

Alvar Nuñez abre los ojos. El caballo pastaba, las vacas, echadas en el cesped, rumiaban y los pájaros, mariposas, abejas, hormigas y moscardones proseguian sus labores. El murmullo del arroyo le acuna. ¡Qué bien se hallaba en la tarde del solsticio de verano!

Por la noche encendió las hogueras de San Juan, acompañó a sus amigos en la ronda, ayudándoles a colocar los ramos en las ventanas enrejadas de sus novias. Pero al llegar las doce de la noche, cogió su caballo alazán, colocó en la crin un ramo de flores, cabalgó a la luz de la luna hasta la fuente de Santa Colomba, depositó su regalo entre hierbas y flores del prado, cerca del manantial. La morita, agradecida, hizo ondular el agua y moverse la vegetación.

Alvar Nuñez, el joven de Fuentespreadas, hijo de Pero Nuñez, señor de ganados y buenas fanegas de sembradura, montó en su caballo alazán retornando de los prados de Santa Colomba con la firme intención de repetir ese gesto de dádiva todos los años, a las doce de la noche, durante el solsticio de verano. 


Y colorín colorado está leyenda se ha acabado.

***

2ª: Tío Mataburras

Fuentespreadas tiene (o tenía) una parte del casco urbano, si mal no recuerdo, que se llamaba El Ejido, como esa población almeriense tan famosa por los invernaderos de tomates y por sus altercados racistas contra la población emigrante, principalmente marroquíes. Por El Ejido de mi pueblo, de Fuentespreadas, que es un pueblo pequeño, no hay invernaderos de hortalizas; ni flotan, obviamente, prejuicios raciales ya que, entre sus centenares de vecinos, los emigrantes brillan por su ausencia. El Ejido de Fuentespreadas no es famoso, ni conocido universalmente. En cambio, El Ejido de Fuentespreadas tiene algo que no tiene el de Almería: un personaje  fabuloso denominado el Tío Mataburras

El Tío Mataburras moraba en una cueva, o bodega, o gruta, cercana a El Ejido. El Tío Mataburras podía lanzar de su boca el aliento a huevos podridos y llegar fácilmente su olor nauseabundo hasta El Ejido. El Tío Mataburras, cuando roncaba, sus ronquidos llegaban hasta El Ejido. El Tío Mataburras, el Tío Mataburras... estaba en la mente de todos, fundamentalmente en la de los niños. Aunque nadie, nunca, jamás de los jamases, lo vio. Si bien, aun siendo invisible, por fabuloso, se hacía notar. Sin ninguna duda. ¡Vaya que si! De hecho, yo soy testigo de ello. 

El contacto con ese ser tenebroso fue de la siguiente manera: un día, siendo niño, me atreví, con un amigo, a internarme en territorio del Tío Mataburras; habíamos ido a ver cómo el herrero herraba unos bueyes en los postes de El Ejido; allí, los campesinos, habían colocado cuatro postes formando un rectángulo y, con unas maderas de travesaño, componía una especie de cubículo o empalizada de un tamaño, tal, que un buey o caballo o... pudiera entrar para ser inmovilizado atándolo con maromas o coyundas, con objeto de impedir que las coces hirieran al herrador o a su ayudante; lo cierto es que vimos como metieron al primer buey, lo amarraron bien amarrado y el señor Joaquín, el herrador, iba levantándole las patas, se las doblaba y, apoyando la pezuña cerca de su rodilla, ajustaba la herradura al casco del animal y la clavaba metiéndole los clavos por los agujeros del hierro.

Pero, niños como éramos, pronto nos cansamos de contemplar ese oficio; nos miramos mi amigo y yo; nos tentaba la aventura porque, un poco mas arriba, subiendo la cuesta de un terreno, llegabas a la zona de las bodegas, territorio del Tío Mataburras; sabíamos que, nada mas llegar a la pingorota, se vería una pequeña hondonada en cuyo fondo, nos habían dicho, existía un agujero como boca de pozo, o de cueva, o de bodega y, atravesándola, daba acceso al hogar oscuro y tenebroso del Tío Mataburras; nos tentó la eventura y acudimos solícitos a su llamada; emprendimos la subida temblando de miedo; no del miedo superlativo que paraliza; sino uno de  menor graduación, un simple miedecillo; solo miedecillo ya que, por una parte, el matador de asnos, era de todos conocido, no salía durante el día y porque nuestros parientes estaban cerca herrando los bueyes.

Con todo esto no quiero minisvalorar nuestra aventura; se necesita cierto arrojo meterse, casi, en la boca de un ser al que describían con pelo ensortijado, barba grasienta entrecana, manos con uñas negras y ojos que lanzaban chispas para atraer la atención, si alguno lo miraba se prendía de esos rayos y ya estabas perdido: te cogía, riéndose, y te metía en un saco que siempre llevaba; luego desaparecías con el barbado 'mataburras' por el hoyo de la hondonada.

Fácil es comprender que no las teníamos todas con nosotros; no obstante, obsesionados como estábamos con ese atroz personaje, proseguimos la ascensión.

(Dicho sea de paso: con este personaje nos amenazaban los padres cuando nos portábamos mal; era un fantasma que acechaba, decían, por las noches en busca de niños a los que odiaba... no tanto, pero casi, como a las burras; el odio, al parecer, surgió cuando una burra, que tenía pastando en un prado, pegó una coz a su hijo de corta edad, con tan mala suerte que falleció; como las desgracias no vienen solas al poco tiempo, al Tío Mataburras lo abandonó su mujer yéndose con otro; desde ese instante se abandona, se aisla, se vuelve híspido, agrio, rabioso; cada niño que encuentra solo se lo lleva con él, envidioso de que tenga padres; si bien, fue a las burras a las que tomó mayor ojeriza; de tal modo que burra que veía, burra que mataba; de ahí el apodo de Tío Mataburras)

Mi amigo y yo sudábamos cuesta arriba; por fin llegamos a la cima y contemplamos la hondonada, al fondo de la cual se veían rocas y unos altos cardos borriqueros; entre unas y otros creimos ver una abertura; sin duda era la boca de la guarida del asesino de onagros, pensamos para nosotros; boca siniestra como la de los cocodrillos; boca negra y muda como el miedo; al principio nos quedamos expectantes, sobrecogidos, el silencio de la pequeña hondonada nos pareció el del abismo profundo; luego, como nada ocurría, comenzamos a llamarlo, primero tímidamente y a continuación a voz en grito para matar la cobardía:

-¡Mataburras, Mataburras!

El eco transmitió 'mataburras' por toda la hondonada y alrededores.

Asustados, nos tiramos al suelo mirando sin cesar al agujero. Pasado el eco... nada, silencio, quietud. Esperamos un poco. El sol calentaba nuestras espaldas, mientras, ambos, mirábamos fijamente la boca de la bodega abajo de la hondonada. Envalentonados, nos pusimos en pie. Y, cogiendo cantos los tiramos una y otra vez al dichoso agujero; con la intención de que si, el desfacedor de asnos, estaba allí asomara la cabeza o, si estaba dormido, despertara. No contentos con esto, cuando se nos acabaron las piedras nuestros labios se abrieron en insultos. Insultos gordos. De cabrón en adelante. En esto estábamos, cuando uno de los cardos, que había junto a las piedras, taponando lo que nosotros creíamos la entrada de la gruta del Tío Mataburras, se movió empujado, tal vez, por el viento que, a la sazón, había empezado a soplar de improviso; y pensando que el fantasma, el ser fabuloso, el ogro 'mataburras', se venía hacia nosotros nos entró tal pánico que echamos a correr ladera abajo gritando:

-¡Socorro, auxilio! ¡Que viene el Tío Mataburras!

Por eso dije, al comienzo de este escrito, que nadie nunca, jamás, vio a ese ser horroroso, pero su presencia se hacía notar. Con fuerza. Y es que el odio es poderosísimo. Se vio en El Ejido almeriense.