Va a la era muy deprisa
y, una vez que está en la era,
ya no tiene prisa Luisa.
La parva está amontonada.
Solo falta que barrer
y, ella, sin dar escobada.
Por fin su madre... -'Preciosa,
yo creo que hemos venido
a barrer y no a otra cosa.
-Madre, ahora barreré.
Y disimula mirando
al sitio que yo me sé.
Bajando por la rodera,
a unos trescientos pasos,
sabemos que hay otra era.
Y allí se van las miradas
de obstáculos a través
y mieses amontonadas.
-Pero hija, ¿qué te pasa?
Tienes la mirada turbia,
la cara como una brasa.
-Será porque me cegué.
-Pero si quieres marcharte
yo sola terminaré.
-Usted puede irse, madre,
a ir preparando la cena
para cuando venga padre.
Por fin su madre marchó.
Y ella, de cuatro escobadas,
lo que faltaba, barrió.
Como estaba obscureciendo
nosotros ver no pudimos
que pudo estar ocurriendo,
pero una vieja arrugada
dijo que, por la rodera,
Luisa bajó acompañada.
Le llegó de los rastrojos,
cuando el sol ya no lucía,
lo que dio brillo a sus ojos.
Pues si de un pesar las huellas
hubo, pronto se borraron
con perspectivas mas bellas.
Ya en su casa, penetró
radiante porque llevaba
el sol en su corazón.
-¡Hija!, esto es otra cosa;
tus ojos son dos luceros
y tu cara es una rosa.
A su madre, sin enojos,
la besó y ésta comprendió
que... no hubo nada en el ojo.
(*) Faustino Parriego, Santa Clara de Avedillo (Zamora), 1968
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